Recuerdo ir cada mañana al instituto, APÁTICA, porque ese era el adjetivo que todos mis profesores escribieron en mi frente sin preguntarse siquiera el motivo. Y siempre ahí estaba ella paseando a su perro. Tenía el pelo interminable cobrizo, liso, brillante. Unos ojos verdes que casi conseguían que latiese algo previamente muerto en mi pecho. El cigarrillo y sus labios eran uno. Lánguida y ausente, poseía una indiferencia que aunque parezca un tópico, solo se tiene con catorce años.
Tras un año adorándola en secreto, un giro del destino y su desdén por estudiar la llevaron a repetir curso y fuimos a la misma clase.

Tardé varios años más en ser consciente de por qué lo vivía de ese modo, en ese instante sólo sentía. Me contó historias de su familia que recuerdo con todo detalle, cosas íntimas y privadas que en ese momento le afectaban. Dijo la típica confusa frase de "esto nunca se lo había contado a nadie". Y me besó. Fue un beso largo y seco, con sabor a alquitrán y a cielo. Atusó su perfecta melena y me dijo adiós, aunque yo permanecí sentada sobre el lavabo una eternidad. Consiguió detener el tiempo y cuando por fin se reanudó, la vibración de mis latidos había ensordecido el timbre escolar.

Como pringada, lo único que ansiaba era volver a sentir la adrenalina que en ese baño había sentido. Quería formar parte de su mundo, de su rutina, de ella. Pero aquella nínfula perfecta de alma atormentada; mi versión femenina de Holden Caulfield; Lolita de mis sueños; amor platónico; mi pelirrojo Objeto oscuro de deseo; era lo que en argot callejero se conoce como una comebolsas. Vi como sus supuestos amigos la manoseaban inmerecidamente por turnos mientras yo permanecía como un holograma con el corazón inmóvil.
No fue la primera fémina que me besó, tampoco la última. Pero después de aquel curso de instituto, nunca volví a ser la misma.
Años después me la encontré en un bar... pero eso ya es otra historia.
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