28 de enero de 2013

El dilema del erizo



Ariska
Si fuese un animal, probablemente sería un erizo. Puede que tenga características propias de varios, pero junto a los erinaceinos me sentiría como pez en el agua. Para quien no lo sepa, estos mamíferos destacan por tener casi todo el cuerpo cubierto de púas de queratina y ser extremadamente independientes (son nocturnos, viven en soledad y no se mezclan con otros de su especie salvo en la procreación).

Como erizo, intento continuamente ser una persona autosuficiente. Aprendí a cumplir con todos los roles antiguamente propios de una mujer en el hogar: Limpiar, cocinar, coser, e incluso he puesto a prueba mis dotes maternales al ser capaz de cuidar a un niño, un infante y un bebé (simultáneamente). Aprendí los roles considerados en el pasado masculinos, como colgar lámparas, arreglar lavabos, instalar equipos electrónicos o montar muebles (nunca aprendí a escupir como un hombre, pero no creo que sea imprescindible). Satisfecha me encontraba en mi búsqueda de la independencia, cuando topé, como no, con el dilema del erizo.

El dilema del erizo es una parábola escrita por Arthur Schopenhauer en la obra Parerga und Paralipomena en 1851

Hedgehogs making love
En un día muy helado, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente la necesidad de juntarse para darse calor y no morir congelados.

Cuando se aproximan mucho, sienten el dolor que les causan las púas de los otros erizos, lo que les impulsa a alejarse de nuevo.

Sin embargo, como el hecho de alejarse va acompañado de un frío insoportable, se ven en el dilema de elegir: herirse con la cercanía de los otros o morir. Por ello, van cambiando la distancia que les separa hasta que encuentran una óptima, en la que no se hacen demasiado daño ni mueren de frío.

En palabras de Luis Cernuda: «Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos».


Las dos ariscas
Comparto mi vida con otra eriza (aunque actualmente nos vemos muy poco por problemas geográficos). Se llama Ariska (es muy punki ella) e incluso mis conocidos bromean llamándonos Ariska grande y Ariska chica.
Aunque no pertenezcamos biológicamente a la misma especie, mi proximidad a sus púas se produjo para paliar nuestro frío. Y ciertamente, cuanta más necesidad de calor siento, más daño me hace (lo mismo me ocurre en las relaciones humanas).

Realmente me planteo si mi sueño de vivir como Baroja o Salinger en completa unión con la misantropía es una ilusión. ¿Mi género me arrastra inexorablemente a desear el contacto con otros erizos? ¿Puede mi voluntad ser más fuerte que mi genética sin que morir de frío sea inevitable?

A pesar de ello, como no me gusta sentir ese frío, seguiré buscando almas misántropas que fugazmente calienten y no dañen, porque hay un precioso instante en el que el erizo relaja sus púas y puedes acariciarlo sin pincharte.





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