Mi habitación es mi refugio, mi nido,
mi guarida. El espacio en el que huyes de todo para encontrarte
contigo. Odio a la gente que dice que el dormitorio es solo para
dormir. Pobres ellos, o afortunados, de no tener sesiones intensas de
teletecho barajando preocupaciones, sueños o anhelos.
Hasta los ocho años pintaba las
paredes de mi cuarto, con tizas y pinturas. Dibujaba personas,
palabras, amores que en ese momento lo eran todo y en un futuro
fueron piezas clave para comprenderme. Esas paredes no solo
albergaban oxígeno y muebles, albergaban princesas y dragones,
maternidades y luchas y miles de mundos de fantasía creados del
aire.
Después me mudé de ciudad a una casa
en la que las paredes me fueron vetadas, pero cuyo suelo era de
moqueta. Y tumbada siempre en ese suelo pasé de crear mundos de
fantasía a vivirlos en la piel de otro a través de cientos de
libros de los que aprendí casi todo cuanto sé.
A los trece años volvió a cambiar el
escenario, y con él llegó la introspección, la música y los
libros con luz tenue. La oscuridad, la soledad, la poesía. Un
torbellino que podría comprenderse leyendo a Eugenides.
Los diecisiete trajeron un nuevo giro
del guión. Una habitación de paredes verdes y sábanas rojas, donde cual lobo estepario ataque presas y desangré cuerpos. Una
habitación que ahora contiene más libros de los que leería en diez
años, y más recuerdos que kilos de papel.
Los veintidós me llevaron a la
habitación de paredes moradas y sábanas de cebra, que solo compartí
con dos amantes: amor y soledad. La habitación de los
vinilos y las primeras sensaciones de realidad.
Hasta
que el abismo que viví en ella me llevó a la peor de todas. Mi
habitación en Austria. Un lugar que nunca fue mío, que nunca tuvo
nada de mí aunque me tuviese presa. Un lugar en el que aprendí
muchas cosas, pero donde no quise dejar ni una huella. Porque desde
sus ventanas descubrí que mi corazón lo robaron los Alpes, no la
caja impersonal que debía habitar.
Finalmente el pluriempleo floreció en
la emancipación, la independencia y la libertad. Ahora tengo un nuevo lugar en la falda de esos
Alpes al que puedo llamar mío, veintidós metros cuadrados pseudovacíos, de
sabanas negras y paredes blancas, como el maravilloso futuro que quiero que me espere
en ellas.
Dedicado a Ana Garro. Un beso.
Me ha encantado la reflexión, creo que mucha gente podríamos hacer una igual para recoger capítulos de nuestra vida :) muchos abrazos, Ari.
ResponderEliminarMuchas gracias, ya se echaba en falta que escribieras (y es que lo haces jodidamente bien). Supongo que todos tenemos espacios en los que nos vemos reflejados y los tuyos en particular me han gustado mucho. En mi vida mis habitaciones también han sido un espacio hecho a mi, siempre demasiado horror vacui pero seguramente me definen. Besos.
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